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sábado, 29 de marzo de 2014

EL MEDIO PRÁCTICO PARA APROXIMARSE A LA LUZ Carta II De: Cartas Rosacruces.



EL MEDIO PRÁCTICO PARA APROXIMARSE A LA LUZ Carta II



De: Cartas Rosacruces.

Aquel que por medio de la gratificación de los deseos sensuales intenta llenar el vacío que en su alma existe no lo logrará nunca, ni pueden tampoco los anhelos que el corazón experimenta hacia la verdad ser satisfechos por la aplicación de la inteligencia a las cosas externas. El hombre no puede entrar en el puente de la paz mientras no ha vencido en su interior todo cuanto es incompatible con su ego divino y con sus aspiraciones. Para obtener esta victoria debe el hombre tratar de aproximarse a la Luz, obedeciendo la ley de la Luz. El deseo hacia lo sensual y lo externo debe cesar en él, tiene que dirigir su visión espiritual hacia la Luz, y tratar de disipar las nubes que de la misma lo separan. El primer paso, y el necesario, es el tener conciencia de la existencia del germen divino dentro de uno mismo, para dirigir el poder de la Voluntad hacia aquel centro, para llevar una vida interna y para cumplir estrictamente todos los deberes internos y externos. Existe una ley oculta, de la cual se ha hecho mención con frecuencia en escritos ocultos, pero que todavía es comprendida tan sólo por unos pocos, que dice "Cada una de las cosas de abajo tiene su contrapartida arriba, y nada existe, absolutamente nada, por insignificante que sea, que no dependa de algo que le corresponda mucho más elevado; así es que si el inferior obra, el superior reacciona sobre él". 
Según esta ley, todo deseo, pensamiento o aspiración, bueno o malo, es seguido inmediatamente de una reacción correspondiente que procede de lo alto. Cuanto más pura es la voluntad del hombre y menos adulterada por deseos egoístas está, tanto más enérgica será la reacción divina. En el hombre, el propósito de progresar espiritualmente no depende en manera alguna de sus propios esfuerzos, al contrario, cuanto menos intente establecer leyes por sí mismo y cuanto más se somete a la ley universal, tanto más rápidos serán sus progresos. El hombre no puede en manera alguna poner su Voluntad en juego en sentido diferente del de la Voluntad universal de Dios. Si su voluntad no es idéntica a la voluntad divina, se convierte en una mera perversión de esta última y su efecto se anula. Sólo cuando la voluntad individual del hombre armoniza por completo y coopera con la voluntad de Dios, se convierte en poderosa y efectiva. Además, en todos los tiempos han existido entidades celestiales o espirituales que han comunicado con el hombre para transmitirle un conocimiento de verdades espirituales, o para refrescar su memoria cuando semejantes verdades estaban a punto de olvidarse, y establecer así un fuerte lazo de unión entre el hombre intelectual y el hombre divino. 
Los hombres que son lo suficientemente puros pueden, aun durante esta vida, entrar en comunicación y conocer a estos mensajeros celestiales, pero pocos son lo suficientemente puros y espirituales para lograrlo. Como quiera que sea, es la Voluntad y no la inteligencia, la que debe ser purificada y regenerada, y por lo tanto la mejor de las instrucciones es inútil si no posee uno la Voluntad para llevarla a la práctica; y como nadie contra su Voluntad puede ser salvado, el deseo más íntimo del corazón debe ser el conocer y el practicar la verdad. Aquel cuya Voluntad sea así de buena, logrará el saber y la potencia de la Fe verdadera, sin necesidad de ninguna clase de signos externos o de razones lógicas para convencerle de la verdad de aquello que él sabe que es cierto; únicamente el pretendido sabio del mundo pide semejantes pruebas; porque su corazón hállase lleno de presunción y su voluntad es mala, y por lo tanto no posee ni conocimiento espiritual ni fe, sin lo cual nada puede saber más que aquello que viene por medios externos; mientras que aquellos cuyas mentes son puras y sin duplicidad, con el tiempo adquieren la conciencia de aquellas verdades en las que instintivamente han creído. Todas las ciencias culminan en un punto. 
Aquel que conoce al Uno, lo conoce todo. Aquel que cree conocer muchas cosas, cree en ilusiones. Cuanto más te aproximes a este punto (en otras palabras, cuanto más Intima sea tu unión con Dios) tanto más clara será tu percepción de la verdad. Si a aquel punto llegas, encontrarás que existen cosas en la naturaleza que trascienden a la imaginación de nuestros filósofos y acerca de las cuales nuestros sabios no se atreven ni a soñar. En Dios está la vida toda; fuera de Dios no existe vida alguna, y aquello que parece vivir fuera de Dios es meramente una ilusión. Si deseamos saber la verdad, debemos contemplarla a la luz de Dios y no a la luz falsa y engañosa de nuestra especulación intelectual. No existe otro camino para llegar al conocimiento perfecto de la verdad que la unión con ella misma, y sin embargo, son bien pocos los que conocen este sendero. De aquellos que por él transitan, el mundo se burla y ríe; pero este mundo no conoce la verdad, porque es un mundo de ilusiones lleno de desgraciados, ciegos ante la luz de la misma. 
El aprender a callar y a permanecer tranquilo, el permanecer impasible ante la risa del necio, ante el desdén del ignorante y en presencia del desprecio del orgulloso, es la primera señal de que comienza a brillar ya la aurora de la luz de la sabiduría. Sin embargo, la verdad, en cuanto ha sido plenamente realizada, es capaz de resistir aun el escrutinio intelectual más sereno y los ataques de la lógica más potente, sólo las inteligencias de aquellos que sienten la verdad, pero que todavía no la perciben, son las que pueden ser trastornadas por la sacudida. Aquellos que conocen y comprenden la verdad, permanecen firmes como una roca. Durante tan largo tiempo, como no buscamos más que la gratificación de nuestros sentidos, o deseamos tan sólo la satisfacción de nuestra curiosidad, no es la verdad lo que buscamos. Para encontrarla tenemos que entrar en el reino de Dios, y entonces descenderá la verdad sobre nuestra inteligencia. No es necesario para lograrlo que torturemos nuestro cuerpo o que arruinemos nuestros nervios, pero sí es necesario que creamos en ciertas verdades fundamentales, que son instintivamente percibidas por todos aquellos en quienes no está pervertida la inteligencia. Estas verdades fundamentales son la existencia de un Dios universal (origen de todo bien) y la posibilidad de la inmortalidad del alma humana. 
Posee el hombre una inteligencia razonadora, y por lo tanto tiene el derecho y la facultad de hacer uso de la misma; lo cual quiere decir que puede emplearla en un sentido que esté en oposición con la ley del bien, la cual es la Ley del Amor Divino, la Ley del Orden y de la Armonía. No debe él profanar los dones que Dios le ha concedido por medio de la naturaleza, debe considerar todas las cosas como dones divinos, y considerarse él mismo a manera de templo viviente de Dios, y como un instrumento por medio del cual el divino poder puede manifestarse. Un hombre fuera de Dios es cosa inconcebible porque la naturaleza entera, incluyendo al hombre, es sencillamente una mera manifestación de Dios. Si la luz penetra en nuestro interior ésta no es obra nuestra, el sol es quien nos la concede; pero si nos ocultamos del sol, la luz desaparece. Dios es el sol del espíritu; nuestro deber es permanecer iluminados por sus rayos, gozar de los mismos y llamar a otros para que entren en la luz. No existe mal alguno en procurar conocer esta luz intelectualmente si nuestra voluntad hacia ella se dirige, pero si la voluntad es atraída por una luz falsa a la que tomamos equivocadamente por el Sol, caemos necesariamente en el error. Existe una relación definida y exacta entre la causa de todas las cosas y las cosas que aquella causa ha creado (producido). Puede el hombre, aun en esta vida, llegar al conocimiento de estas relaciones, aprendiendo a conocerse a sí mismo. 
El mundo en el cual vivimos es un mundo de fenómenos (o sea, de ilusiones), puesto que aquello a lo que se acostumbra calificar como "real" aparece así únicamente mientras duran ciertas condiciones o relaciones entre el que percibe y el objeto de su percepción. Lo que nosotros percibimos no depende tanto de la cualidad de las cosas que constituyen los objetos de nuestra percepción como de las condiciones de nuestro propio organismo. Si nuestra organización fuese diferente, cada cosa se nos presentaría bajo un aspecto diferente también. Si hemos aprendido a realizar esta verdad por completo y a distinguir entre lo que es real y lo que es meramente ilusorio, podemos entonces entrar en el reino de aquella elevada ciencia asistidos por la luz del espíritu divino. Los misterios de que se ocupa esta ciencia exaltada son los siguientes: El reino interno de la naturaleza. El lazo que une al mundo interno espiritual con las formas corpóreas externas. Las relaciones existentes entre el hombre y los seres invisibles. Los poderes ocultos en el hombre por medio de los cuales puede obrar sobre lo interior en la naturaleza. En esta ciencia se hallan contenidos todos los misterios de la naturaleza. Si con corazón puro deseas la verdad, la encontrarás; pero si tus intenciones son egoístas, pon a un lado estas cartas, porque no serás capaz de comprenderlas, ni en tal caso te reportarán el menor beneficio. Los misterios de la naturaleza son sagrados, pero no los comprenderá aquel cuya voluntad es malvada. Pero si el malvado logra descubrir los misterios de la naturaleza, su luz se convertirá en un fuego consumidor en el interior de su alma, el cual le destruirá, y cesara de existir.
Aquel que por medio de la gratificación de los deseos sensuales intenta llenar el vacío que en su alma existe no lo logrará nunca, ni pueden tampoco los anhelos que el corazón experimenta hacia la verdad ser satisfechos por la aplicación de la inteligencia a las cosas externas. El hombre no puede entrar en el puente de la paz mientras no ha vencido en su interior todo cuanto es incompatible con su ego divino y con sus aspiraciones. Para obtener esta victoria debe el hombre tratar de aproximarse a la Luz, obedeciendo la ley de la Luz. El deseo hacia lo sensual y lo externo debe cesar en él, tiene que dirigir su visión espiritual hacia la Luz, y tratar de disipar las nubes que de la misma lo separan. El primer paso, y el necesario, es el tener conciencia de la existencia del germen divino dentro de uno mismo, para dirigir el poder de la Voluntad hacia aquel centro, para llevar una vida interna y para cumplir estrictamente todos los deberes internos y externos. Existe una ley oculta, de la cual se ha hecho mención con frecuencia en escritos ocultos, pero que todavía es comprendida tan sólo por unos pocos, que dice "Cada una de las cosas de abajo tiene su contrapartida arriba, y nada existe, absolutamente nada, por insignificante que sea, que no dependa de algo que le corresponda mucho más elevado; así es que si el inferior obra, el superior reacciona sobre él". 
Según esta ley, todo deseo, pensamiento o aspiración, bueno o malo, es seguido inmediatamente de una reacción correspondiente que procede de lo alto. Cuanto más pura es la voluntad del hombre y menos adulterada por deseos egoístas está, tanto más enérgica será la reacción divina. En el hombre, el propósito de progresar espiritualmente no depende en manera alguna de sus propios esfuerzos, al contrario, cuanto menos intente establecer leyes por sí mismo y cuanto más se somete a la ley universal, tanto más rápidos serán sus progresos. El hombre no puede en manera alguna poner su Voluntad en juego en sentido diferente del de la Voluntad universal de Dios. Si su voluntad no es idéntica a la voluntad divina, se convierte en una mera perversión de esta última y su efecto se anula. Sólo cuando la voluntad individual del hombre armoniza por completo y coopera con la voluntad de Dios, se convierte en poderosa y efectiva. Además, en todos los tiempos han existido entidades celestiales o espirituales que han comunicado con el hombre para transmitirle un conocimiento de verdades espirituales, o para refrescar su memoria cuando semejantes verdades estaban a punto de olvidarse, y establecer así un fuerte lazo de unión entre el hombre intelectual y el hombre divino. 
Los hombres que son lo suficientemente puros pueden, aun durante esta vida, entrar en comunicación y conocer a estos mensajeros celestiales, pero pocos son lo suficientemente puros y espirituales para lograrlo. Como quiera que sea, es la Voluntad y no la inteligencia, la que debe ser purificada y regenerada, y por lo tanto la mejor de las instrucciones es inútil si no posee uno la Voluntad para llevarla a la práctica; y como nadie contra su Voluntad puede ser salvado, el deseo más íntimo del corazón debe ser el conocer y el practicar la verdad. Aquel cuya Voluntad sea así de buena, logrará el saber y la potencia de la Fe verdadera, sin necesidad de ninguna clase de signos externos o de razones lógicas para convencerle de la verdad de aquello que él sabe que es cierto; únicamente el pretendido sabio del mundo pide semejantes pruebas; porque su corazón hállase lleno de presunción y su voluntad es mala, y por lo tanto no posee ni conocimiento espiritual ni fe, sin lo cual nada puede saber más que aquello que viene por medios externos; mientras que aquellos cuyas mentes son puras y sin duplicidad, con el tiempo adquieren la conciencia de aquellas verdades en las que instintivamente han creído. Todas las ciencias culminan en un punto. 
Aquel que conoce al Uno, lo conoce todo. Aquel que cree conocer muchas cosas, cree en ilusiones. Cuanto más te aproximes a este punto (en otras palabras, cuanto más Intima sea tu unión con Dios) tanto más clara será tu percepción de la verdad. Si a aquel punto llegas, encontrarás que existen cosas en la naturaleza que trascienden a la imaginación de nuestros filósofos y acerca de las cuales nuestros sabios no se atreven ni a soñar. En Dios está la vida toda; fuera de Dios no existe vida alguna, y aquello que parece vivir fuera de Dios es meramente una ilusión. Si deseamos saber la verdad, debemos contemplarla a la luz de Dios y no a la luz falsa y engañosa de nuestra especulación intelectual. No existe otro camino para llegar al conocimiento perfecto de la verdad que la unión con ella misma, y sin embargo, son bien pocos los que conocen este sendero. De aquellos que por él transitan, el mundo se burla y ríe; pero este mundo no conoce la verdad, porque es un mundo de ilusiones lleno de desgraciados, ciegos ante la luz de la misma. 
El aprender a callar y a permanecer tranquilo, el permanecer impasible ante la risa del necio, ante el desdén del ignorante y en presencia del desprecio del orgulloso, es la primera señal de que comienza a brillar ya la aurora de la luz de la sabiduría. Sin embargo, la verdad, en cuanto ha sido plenamente realizada, es capaz de resistir aun el escrutinio intelectual más sereno y los ataques de la lógica más potente, sólo las inteligencias de aquellos que sienten la verdad, pero que todavía no la perciben, son las que pueden ser trastornadas por la sacudida. Aquellos que conocen y comprenden la verdad, permanecen firmes como una roca. Durante tan largo tiempo, como no buscamos más que la gratificación de nuestros sentidos, o deseamos tan sólo la satisfacción de nuestra curiosidad, no es la verdad lo que buscamos. Para encontrarla tenemos que entrar en el reino de Dios, y entonces descenderá la verdad sobre nuestra inteligencia. No es necesario para lograrlo que torturemos nuestro cuerpo o que arruinemos nuestros nervios, pero sí es necesario que creamos en ciertas verdades fundamentales, que son instintivamente percibidas por todos aquellos en quienes no está pervertida la inteligencia. Estas verdades fundamentales son la existencia de un Dios universal (origen de todo bien) y la posibilidad de la inmortalidad del alma humana. 
Posee el hombre una inteligencia razonadora, y por lo tanto tiene el derecho y la facultad de hacer uso de la misma; lo cual quiere decir que puede emplearla en un sentido que esté en oposición con la ley del bien, la cual es la Ley del Amor Divino, la Ley del Orden y de la Armonía. No debe él profanar los dones que Dios le ha concedido por medio de la naturaleza, debe considerar todas las cosas como dones divinos, y considerarse él mismo a manera de templo viviente de Dios, y como un instrumento por medio del cual el divino poder puede manifestarse. Un hombre fuera de Dios es cosa inconcebible porque la naturaleza entera, incluyendo al hombre, es sencillamente una mera manifestación de Dios. Si la luz penetra en nuestro interior ésta no es obra nuestra, el sol es quien nos la concede; pero si nos ocultamos del sol, la luz desaparece. Dios es el sol del espíritu; nuestro deber es permanecer iluminados por sus rayos, gozar de los mismos y llamar a otros para que entren en la luz. No existe mal alguno en procurar conocer esta luz intelectualmente si nuestra voluntad hacia ella se dirige, pero si la voluntad es atraída por una luz falsa a la que tomamos equivocadamente por el Sol, caemos necesariamente en el error. Existe una relación definida y exacta entre la causa de todas las cosas y las cosas que aquella causa ha creado (producido). Puede el hombre, aun en esta vida, llegar al conocimiento de estas relaciones, aprendiendo a conocerse a sí mismo. 
El mundo en el cual vivimos es un mundo de fenómenos (o sea, de ilusiones), puesto que aquello a lo que se acostumbra calificar como "real" aparece así únicamente mientras duran ciertas condiciones o relaciones entre el que percibe y el objeto de su percepción. Lo que nosotros percibimos no depende tanto de la cualidad de las cosas que constituyen los objetos de nuestra percepción como de las condiciones de nuestro propio organismo. Si nuestra organización fuese diferente, cada cosa se nos presentaría bajo un aspecto diferente también. Si hemos aprendido a realizar esta verdad por completo y a distinguir entre lo que es real y lo que es meramente ilusorio, podemos entonces entrar en el reino de aquella elevada ciencia asistidos por la luz del espíritu divino. Los misterios de que se ocupa esta ciencia exaltada son los siguientes: El reino interno de la naturaleza. El lazo que une al mundo interno espiritual con las formas corpóreas externas. Las relaciones existentes entre el hombre y los seres invisibles. Los poderes ocultos en el hombre por medio de los cuales puede obrar sobre lo interior en la naturaleza. En esta ciencia se hallan contenidos todos los misterios de la naturaleza. Si con corazón puro deseas la verdad, la encontrarás; pero si tus intenciones son egoístas, pon a un lado estas cartas, porque no serás capaz de comprenderlas, ni en tal caso te reportarán el menor beneficio. Los misterios de la naturaleza son sagrados, pero no los comprenderá aquel cuya voluntad es malvada. Pero si el malvado logra descubrir los misterios de la naturaleza, su luz se convertirá en un fuego consumidor en el interior de su alma, el cual le destruirá, y cesara de existir.

Aquel que por medio de la gratificación de los deseos sensuales intenta llenar el vacío que en su alma existe no lo logrará nunca, ni pueden tampoco los anhelos que el corazón experimenta hacia la verdad ser satisfechos por la aplicación de la inteligencia a las cosas externas. El hombre no puede entrar en el puente de la paz mientras no ha vencido en su interior todo cuanto es incompatible con su ego divino y con sus aspiraciones. Para obtener esta victoria debe el hombre tratar de aproximarse a la Luz, obedeciendo la ley de la Luz. El deseo hacia lo sensual y lo externo debe cesar en él, tiene que dirigir su visión espiritual hacia la Luz, y tratar de disipar las nubes que de la misma lo separan. El primer paso, y el necesario, es el tener conciencia de la existencia del germen divino dentro de uno mismo, para dirigir el poder de la Voluntad hacia aquel centro, para llevar una vida interna y para cumplir estrictamente todos los deberes internos y externos. Existe una ley oculta, de la cual se ha hecho mención con frecuencia en escritos ocultos, pero que todavía es comprendida tan sólo por unos pocos, que dice "Cada una de las cosas de abajo tiene su contrapartida arriba, y nada existe, absolutamente nada, por insignificante que sea, que no dependa de algo que le corresponda mucho más elevado; así es que si el inferior obra, el superior reacciona sobre él". 
Según esta ley, todo deseo, pensamiento o aspiración, bueno o malo, es seguido inmediatamente de una reacción correspondiente que procede de lo alto. Cuanto más pura es la voluntad del hombre y menos adulterada por deseos egoístas está, tanto más enérgica será la reacción divina. En el hombre, el propósito de progresar espiritualmente no depende en manera alguna de sus propios esfuerzos, al contrario, cuanto menos intente establecer leyes por sí mismo y cuanto más se somete a la ley universal, tanto más rápidos serán sus progresos. El hombre no puede en manera alguna poner su Voluntad en juego en sentido diferente del de la Voluntad universal de Dios. Si su voluntad no es idéntica a la voluntad divina, se convierte en una mera perversión de esta última y su efecto se anula. Sólo cuando la voluntad individual del hombre armoniza por completo y coopera con la voluntad de Dios, se convierte en poderosa y efectiva. Además, en todos los tiempos han existido entidades celestiales o espirituales que han comunicado con el hombre para transmitirle un conocimiento de verdades espirituales, o para refrescar su memoria cuando semejantes verdades estaban a punto de olvidarse, y establecer así un fuerte lazo de unión entre el hombre intelectual y el hombre divino. 
Los hombres que son lo suficientemente puros pueden, aun durante esta vida, entrar en comunicación y conocer a estos mensajeros celestiales, pero pocos son lo suficientemente puros y espirituales para lograrlo. Como quiera que sea, es la Voluntad y no la inteligencia, la que debe ser purificada y regenerada, y por lo tanto la mejor de las instrucciones es inútil si no posee uno la Voluntad para llevarla a la práctica; y como nadie contra su Voluntad puede ser salvado, el deseo más íntimo del corazón debe ser el conocer y el practicar la verdad. Aquel cuya Voluntad sea así de buena, logrará el saber y la potencia de la Fe verdadera, sin necesidad de ninguna clase de signos externos o de razones lógicas para convencerle de la verdad de aquello que él sabe que es cierto; únicamente el pretendido sabio del mundo pide semejantes pruebas; porque su corazón hállase lleno de presunción y su voluntad es mala, y por lo tanto no posee ni conocimiento espiritual ni fe, sin lo cual nada puede saber más que aquello que viene por medios externos; mientras que aquellos cuyas mentes son puras y sin duplicidad, con el tiempo adquieren la conciencia de aquellas verdades en las que instintivamente han creído. Todas las ciencias culminan en un punto. 
Aquel que conoce al Uno, lo conoce todo. Aquel que cree conocer muchas cosas, cree en ilusiones. Cuanto más te aproximes a este punto (en otras palabras, cuanto más Intima sea tu unión con Dios) tanto más clara será tu percepción de la verdad. Si a aquel punto llegas, encontrarás que existen cosas en la naturaleza que trascienden a la imaginación de nuestros filósofos y acerca de las cuales nuestros sabios no se atreven ni a soñar. En Dios está la vida toda; fuera de Dios no existe vida alguna, y aquello que parece vivir fuera de Dios es meramente una ilusión. Si deseamos saber la verdad, debemos contemplarla a la luz de Dios y no a la luz falsa y engañosa de nuestra especulación intelectual. No existe otro camino para llegar al conocimiento perfecto de la verdad que la unión con ella misma, y sin embargo, son bien pocos los que conocen este sendero. De aquellos que por él transitan, el mundo se burla y ríe; pero este mundo no conoce la verdad, porque es un mundo de ilusiones lleno de desgraciados, ciegos ante la luz de la misma. 
El aprender a callar y a permanecer tranquilo, el permanecer impasible ante la risa del necio, ante el desdén del ignorante y en presencia del desprecio del orgulloso, es la primera señal de que comienza a brillar ya la aurora de la luz de la sabiduría. Sin embargo, la verdad, en cuanto ha sido plenamente realizada, es capaz de resistir aun el escrutinio intelectual más sereno y los ataques de la lógica más potente, sólo las inteligencias de aquellos que sienten la verdad, pero que todavía no la perciben, son las que pueden ser trastornadas por la sacudida. Aquellos que conocen y comprenden la verdad, permanecen firmes como una roca. Durante tan largo tiempo, como no buscamos más que la gratificación de nuestros sentidos, o deseamos tan sólo la satisfacción de nuestra curiosidad, no es la verdad lo que buscamos. Para encontrarla tenemos que entrar en el reino de Dios, y entonces descenderá la verdad sobre nuestra inteligencia. No es necesario para lograrlo que torturemos nuestro cuerpo o que arruinemos nuestros nervios, pero sí es necesario que creamos en ciertas verdades fundamentales, que son instintivamente percibidas por todos aquellos en quienes no está pervertida la inteligencia. Estas verdades fundamentales son la existencia de un Dios universal (origen de todo bien) y la posibilidad de la inmortalidad del alma humana. 
Posee el hombre una inteligencia razonadora, y por lo tanto tiene el derecho y la facultad de hacer uso de la misma; lo cual quiere decir que puede emplearla en un sentido que esté en oposición con la ley del bien, la cual es la Ley del Amor Divino, la Ley del Orden y de la Armonía. No debe él profanar los dones que Dios le ha concedido por medio de la naturaleza, debe considerar todas las cosas como dones divinos, y considerarse él mismo a manera de templo viviente de Dios, y como un instrumento por medio del cual el divino poder puede manifestarse. Un hombre fuera de Dios es cosa inconcebible porque la naturaleza entera, incluyendo al hombre, es sencillamente una mera manifestación de Dios. Si la luz penetra en nuestro interior ésta no es obra nuestra, el sol es quien nos la concede; pero si nos ocultamos del sol, la luz desaparece. Dios es el sol del espíritu; nuestro deber es permanecer iluminados por sus rayos, gozar de los mismos y llamar a otros para que entren en la luz. No existe mal alguno en procurar conocer esta luz intelectualmente si nuestra voluntad hacia ella se dirige, pero si la voluntad es atraída por una luz falsa a la que tomamos equivocadamente por el Sol, caemos necesariamente en el error. Existe una relación definida y exacta entre la causa de todas las cosas y las cosas que aquella causa ha creado (producido). Puede el hombre, aun en esta vida, llegar al conocimiento de estas relaciones, aprendiendo a conocerse a sí mismo. 
El mundo en el cual vivimos es un mundo de fenómenos (o sea, de ilusiones), puesto que aquello a lo que se acostumbra calificar como "real" aparece así únicamente mientras duran ciertas condiciones o relaciones entre el que percibe y el objeto de su percepción. Lo que nosotros percibimos no depende tanto de la cualidad de las cosas que constituyen los objetos de nuestra percepción como de las condiciones de nuestro propio organismo. Si nuestra organización fuese diferente, cada cosa se nos presentaría bajo un aspecto diferente también. Si hemos aprendido a realizar esta verdad por completo y a distinguir entre lo que es real y lo que es meramente ilusorio, podemos entonces entrar en el reino de aquella elevada ciencia asistidos por la luz del espíritu divino. Los misterios de que se ocupa esta ciencia exaltada son los siguientes: El reino interno de la naturaleza. El lazo que une al mundo interno espiritual con las formas corpóreas externas. Las relaciones existentes entre el hombre y los seres invisibles. Los poderes ocultos en el hombre por medio de los cuales puede obrar sobre lo interior en la naturaleza. En esta ciencia se hallan contenidos todos los misterios de la naturaleza. Si con corazón puro deseas la verdad, la encontrarás; pero si tus intenciones son egoístas, pon a un lado estas cartas, porque no serás capaz de comprenderlas, ni en tal caso te reportarán el menor beneficio. Los misterios de la naturaleza son sagrados, pero no los comprenderá aquel cuya voluntad es malvada. Pero si el malvado logra descubrir los misterios de la naturaleza, su luz se convertirá en un fuego consumidor en el interior de su alma, el cual le destruirá, y cesara de existir.

miércoles, 26 de marzo de 2014

BUDA: "EL CAMINO"



BUDA:  “EL CAMINO”




Nadie le entregó a Buda las Cuatro Nobles Verdades, sino que las descubrió por sí mismo, del mismo modo que tú y yo debemos hacerlo. Aunque su vida fue única en muchos aspectos, sufrió y deseó la felicidad perdurable, al igual que cualquier otro ser humano.

   Nacido como un príncipe, Buda vivió una vida de grandes lujos durante sus primeros dieciocho años. Estaba rodeado de belleza, abundancia, amor y comodidades. Aunque no tuviera las comodidades y lujos modernos a los que muchos de nosotros estamos acostumbrados, tenía el futuro asegurado. Cualquier deseo suyo era satisfecho, cualquier placer que deseara era colmado.

   A pesar de estas comodidades y placeres externos, el joven se sentía vacío y anhelaba un sentimiento de plenitud que el placer era incapaz de colmar; de modo que Buda abandonó su vida principesca para buscar una felicidad más duradera.

   Entonces, Buda hizo lo que tú y yo hemos hecho tantas veces, se fue al extremo opuesto. En lugar de satisfacer todos sus caprichos, llevó una vida de privaciones. Adelgazó tanto que si se apretaba el ombligo con el dedo podía tocar su columna. Después de seguir una vida austera durante seis años, la abandonó. Descubrió que su abnegada existencia sólo conseguía debilitar su cuerpo y su mente. Su sed de paz interior no se saciaba ni con el extremo de los excesos ni con el de las privaciones. Sin embargo, su problema de cómo hallar la felicidad duradera y la plenitud emocional seguía sin resolverse.

El Camino Medio

    Al contrario que tú y yo, Buda no osciló entre el extremo de los excesos (placer) y el de las privaciones (dolor). Descubrió que ambos extremos eran un sendero doloroso e infructuoso. Aunque vivió algunos momentos maravillosos, no colmaron completamente su deseo de paz y seguridad duraderas. Probablemente, tú debes haber experimentado también momentos deliciosos (una comida estupenda, un sexo fabuloso, vacaciones maravillosas). Pero cuando se acaba, se acaba, y descubres que sólo se trata de una felicidad temporal y circunstancial: depende de factores externos a ti.

    En vez de buscar en alguna otra parte, Buda decidió seguir el Camino Medio y centrarse en el momento presente, en lugar de buscar soluciones extremas en el exterior. Dirigió la atención a su interior y examinó atentamente aquello que ocurría en su cuerpo y en su mente.

   Buda se sentó al pie de un árbol bodhi. Decidió no levantarse hasta liberarse de la sed que buscaba saciarse en el lugar equivocado. Durante la noche, legiones de deseos, lujuria, placer, dolor, agresividad, miedo, tentación, frustración, odio y duda intentaron apartarle de su meta, pero permaneció impasible. Cuanto más tiempo meditaba, más intensas y exigentes se volvían esas fuerzas.

   Imagina que, mientras meditas bajo un árbol, eres tentado por tus visiones, sabores, olores y sonidos favoritos, y atacado ferozmente por lo que más odias y encuentras insoportablemente repulsivo. Imagina que meditas allí hora tras hora, después de haber decidido no levantarte hasta tener la absoluta certeza de haber descubierto la clave de la felicidad. Eso es lo que Buda hizo exactamente la noche de su iluminación.

   Visto desde fuera, no podía notarse de qué modo Buda respondía a esas fuerzas; todo cuanto se veía era que permanecía sentado en aquel lugar. Pero lo que hizo en su interior fue extraordinario. Centró su atención en lo que ocurría, pero sin reaccionar ante ello. A veces, las fuerzas del deseo se volvieron tan intensas que Buda tuvo que tocar la tierra como testigo y para recibir apoyo. A pesar de lo que apareciera, desde lo más celestial a lo más demoníaco, se limitó a meditar en silencio y a observarlo. No se apegó a los goces ni rechazó las cosas desagradables. Observó cómo seguían su ciclo natural surgiendo y desapareciendo sin interferir en ello. Lo que descubrió era sencillo y, a la vez, profundo. Cuando no se apegaba al placer ni rechazaba el dolor, veía que sus atacantes perdían su poder. Así es como logró vencer esas fuerzas.

   Al observar profundamente su interior, Buda liberó su mente de la tiranía del deseo. Tú también puedes alcanzar esta libertad si observas tu interior. Lo que Buda vió y aprendió aquella noche podemos lograrlo tú y yo lo mismo que él. Halló la plenitud que buscaba, pero gracias al esfuerzo y a la honestidad. Antes de alcanzar la iluminación y liberarse del sufrimiento, había muchas cosas que debía afrontar y aprender.

   Descubrió la vida de desdicha que había creado con la falsa idea básica de que el placer puede durar y el dolor, evitarse. Nos lastimamos a nosotros y a los demás una y otra vez al aferrarnos a las experiencias cambiantes, como nuestro cuerpo y nuestras relaciones. Es inevitable que experimentemos cierto sufrimiento, porque las pérdidas y los cambios forman parte de la vida de todos; sin embargo, mucho del sufrimiento que padecemos es opcional. Lo creamos al resistirnos al momento presente y no aceptar que todo cuanto existe está destinado a cambiar, mutar y desaparecer, nos guste o no. En realidad, no hay nada que deba causarnos atracción o rechazo. Cuando observas atentamente cada momento, descubres que cosas tan opuestas como el placer y el dolor, o el hecho de ganar o perder, tienen sus ventajas y desventajas.

   Las Cuatro Nobles Verdades y el Óctuple Sendero te enseñan cómo hallar la paz en medio de los desafíos y cambios que siempre están presentes. Muestran cómo desprenderse del apego al placer y del miedo al dolor, para poder disfrutar de la situación que vives, sea la que fuere, sabiendo que tarde o temprano va a cambiar. Cuando aplicas esas enseñanzas y sugerencias de un modo consciente, aprendes a aceptar la verdad de cada momento con elegancia, sin luchar. Así es como hallas alimento espiritual en los lugares en que puedes encontrarlo. Esto es pura y simplemente tu desafío y tu práctica.

Los Excesos, las Privaciones y el Camino Medio
   Buda comparó el Camino Medio y las Cuatro Nobles Verdades con un tronco que se desliza flotando por un río. Una de las orillas representa los excesos y la otra, las privaciones. Mientras el tronco se desliza por el río, evita ambos extremos. Si se queda atrapado en cualquiera de ellos, el tronco se hunde o se pudre.

   Depende de cada individuo el reconocer esos extremos, igual que lo hizo Buda en la noche de su iluminación. Observó y contempló lo que aparecía ante él, fuera lo que fuese. No se dejó seducir por los placeres ni se dejó traicionar por el dolor, porque se mantuvo centrado en el momento presente, sin apegarse o aferrarse a nada. Debes tener en cuenta que Buda nunca dijo: "La extinción del sufrimiento es fácil", sino "La extinción del sufrimiento es posible". Aprendiendo a observar tu interior y llevando una vida bondadosa e íntegra, libre de apegos, puedes alcanzar las Cuatro Nobles Verdades tal como Buda lo logró hace 2.500 años. Los logros y cambios que éstas generan dan mayor satisfacción que cualquier otra cosa que puedas vivir.
   Nadie puede practicar o aplicar la sabiduría de las Cuatro Nobles Verdades por ti. Eres el único que puede experimentar el poder y la posibilidad que encierran la visión clara y la práctica. Por eso, Buda insistió en que: "No creas ciegamente lo que dicen los demás. Averigua por ti mismo qué es lo que te aporta claridad y paz. Ése es el camino que debes seguir".

Las Cuatro Nobles Verdades

El sufrimiento existe. La Primera Noble Verdad reconoce que la vida es básicamente insatisfactoria, porque es frágil. Nada dura eternamente. Tu apariencia, títulos o posesiones no pueden darte una felicidad duradera, porque la "realidad" siempre está cambiando.
La causa del sufrimiento es el apego al deseo.

La Segunda Noble Verdad reconoce que la causa del sufrimiento es la tendencia equivocada a apegarse al placer y a rechazar el dolor. Pero cuanto más te apegues (o rechaces), más sufrirás y más infeliz te sentirás. La avidez emocional se vuelve más intensa y dolorosa cuanto más luches contra ella.
El sufrimiento cesa al dejar de apegarte al deseo.

La Tercera Noble Verdad reconoce que es posible liberarse del sufrimiento. La alcanzas dejando de apegarte al deseo que te ata al hábito inútil de buscar felicidad donde no puedes encontrarla. Lo que sacia tu avidez no es apegarte a lo placentero o rechazar lo que no lo es, sino ser consciente de lo que ocurre y vivir libre de apegos.

El Noble Óctuple Sendero indica cómo desapegarse y poner fin al sufrimiento. La Cuarta Noble Verdad contiene las reglas para el alimento emocional que ofrece una satisfacción duradera. Las habilidades y cualidades que aprendes en este camino son el alimento para el corazón, al que Buda se refería al decir que esta clase de comida duraba eternamente.

El Óctuple Sendero

¿Cuál es la Noble Verdad del Sendero que conduce a la extinción del sufrimiento? El Noble Óctuple Sendero conduce a la extinción del sufrimiento.

-BUDA
   La Cuarta Noble Verdad es una nueva serie de instrucciones para poder abandonar el sufrimiento y experimentar la serenidad emocional. Consiste en ocho acciones conocidas como el Óctuple Sendero. Éste explica las diversas formas creativas de desapego y de cómo experimentar plenitud. El Óctuple Sendero se denomina también el Camino Medio, porque evita los extremos de los excesos y las privaciones, que desencadenan la avidez emocional en tu interior. Es útil considerar cada acción como una receta para alimentar tu corazón.

Los senderos del Óctuple Sendero son los siguientes:
Comprensión Correcta
Aspiración Correcta
Lenguaje Correcto
Conducta Correcta
Medio de Vida Correcto
Esfuerzo Correcto
Atención Correcta
Meditación Correcta

Quizás te preguntes por qué aparece la palabra "Correcto/a" en cada acción. "Correcto" es la traducción usual de la palabra samma, en idioma pali, que es la lengua de Buda. Este vocablo indica determinadas conductas que pueden conducir a la paz o al sufrimiento. Por ejemplo, decir la verdad (Lenguaje Correcto) y sentir gratitud (Conducta Correcta) ayudan a crear la paz en tu interior y en el mundo, mientras que mentir y ser egoísta contribuyen a crear el conflicto interior y exterior. Es decir, el Óctuple Sendero te señala la dirección correcta: te conduce hacia la plenitud y te aleja del dolor.

La Toma de Conciencia

 La toma de conciencia es la base del Óctuple Sendero. Como ya he mencionado anteriormente, el hecho de ser consciente se conoce como la medicina que cura la enfermedad del deseo. Cuando estás atento a la verdad de cada momento (mientras compras, cocinas, comes o bailas), esta atención concentrada te hace disminuir tu ritmo lo suficiente como para que puedas examinar tus hábitos.

 Para alimentar tu corazón, has de practicar esas reglas. No se proponen para que las pruebes una vez, sino para que te comprometas a seguirlas durante toda la vida. Siempre puedes descubrir cosas nuevas y experimentar con ellas. Practicar el Esfuerzo Correcto en un momento dado será completamente distinto de hacerlo en otro, de modo que siempre tienes una nueva oportunidad para aplicar tu esfuerzo.

 Como todos los senderos están relacionados, al practicar uno en realidad los estás practicando todos. Por ejemplo, cuando practicas la Conducta Correcta, practicas también el Medio de Vida Correcto, lo cual implica además practicar el Lenguaje Correcto. Cada uno está contenido en los demás. Al margen de la regla que practiques o del orden en que lo hagas, siempre puedes hallar el sufrimiento, su causa y la forma de ponerle fin.

Muchos grandes maestros han comparado el Óctuple Sendero con leer un libro de cocina, practicar la senda de cocinar alimentos y alcanzar la paz de conocer el sabor de la comida. Si te limitas a leer las recetas sin ponerlas en práctica, sabrás sobre pepinos, cebollas y ajos, pero nunca conocerás su sabor. De modo que, por favor, disfruta y date el festín con un alimento duradero que sólo puedes recibir a través de esta práctica.

domingo, 23 de marzo de 2014

EL SIGNO DEL MAESTRO “MAX HEINDEL”



EL SIGNO DEL MAESTRO  “MAX HEINDEL”



Actualmente hay muchos, que juzgando por los signos de los tiempos, creen que Cristo está a punto de venir y están esperándole llenos de gozo. Según la opinión del autor, no obstante, las “cosas que primeramente han de suceder” no han sucedido aún en lo que se refiere a muchas particularidades importantes, y además no debemos olvidar que Él dijo que: “Lo mismo que sucedió en tiempos de Noé, también sucederá el día del Hijo del Hombre”. Entonces comían, bebían y Vivian alegremente, se casaban y se daban en matrimonio hasta el momento mismo del diluvio que les tragó. Solamente se salvó un pequeño número. Por consiguiente, nosotros que anhelamos Su venida haremos bien en hacer de modo que no se cumpla nuestra fervorosa demanda antes de que estemos preparados, porque Él dijo: “El día del Señor vendrá como un ladrón en la noche”.

Pero hay también otro peligro, un gran peligro que Cristo puntualizó diciendo: “Habrá Cristos falsos”, y “engañarán basta los propios elegidos si esto fuese posible”. De modo que estamos ya prevenidos para que, cuando la gente diga: “Cristo está aquí en la ciudad o allá en el desierto”, no hagamos caso alguno y no vayamos a buscarle, o de lo contrario quedaremos burlados.

Pero, por otra parte, si no investigamos, ¿cómo lo podremos saber? ¿Es que no cabe el riesgo de que rechacemos a Cristo si nos negamos a hacer caso a cualquier pretendiente, y si juzgamos a cada uno según sus méritos? Al examinar los preceptos de la Biblia respecto a este particular, éstos parecen extraños y no en consonancia con los fines cuyo alcance deberían facilitarnos, y la gran cuestión: “¿Cómo conoceremos a Cristo en Su venida?” sigue sin solución. Hemos publicado un folleto sobre este asunto, pero nos parece que una iluminación adicional será bien recibida por todos.
Cristo dijo que algunos de los Cristos falsos operarían signos y milagros. Él siempre se negó a probar Su divinidad de tal manera sórdida cuando los escribas y fariseos se lo pidieron, porque sabía que los fenómenos solamente excitan el sentido de lo maravilloso y agudizan el apetito para más. Aquellos que son testigos de semejantes manifestaciones son alguna vez sinceros en su esfuerzo de convencer a otros, pero en general estos últimos parecen decirles: “Usted dice que le ha visto hacer tal o cual cosa y por esto usted cree.

¡Perfectamente! Estoy también dispuesto a dejarme convencer. Que él me lo haga ver a mí también”.

Pero aun suponiendo que un Maestro estuviese dispuesto a probar su identidad, ¿quién entre la gran masa está calificado para juzgar la validez de la prueba? Nadie. ¿Quién conoce el signo del Maestro cuando lo ve? Ninguno. El signo del Maestro no es un fenómeno que puede ser repudiado por los sofistas; no es tampoco algo que el Maestro pueda enseñar u ocultar a su antojo, ni que pueda recoger o apartar cuando guste. Él tiene que llevarlo consigo forzosa y continuamente, lo mismo como nosotros llevamos brazos y piernas. Sería tan imposible ocultar el signo del Maestro a los calificados para verlo, conocerlo y juzgarlo, como lo sería para nosotros ocultar nuestros miembros a los que tienen  vista  física.  Por  otro  lado,  como  el  signo  del  Maestro  es  espiritual,  ha  de  ser percibido espiritualmente, y por consiguiente, es tan imposible enseñar el signo del Maestro a aquellos que carecen de vista espiritual, como lo es el enseñar una figura física a una persona físicamente ciega.

Por esta razón leemos: “Una generación mala y adulterina se esforzará en la búsqueda de una señal, mas tal señal no le será dada”. Y luego, un poco más adelante, en el mismo capítulo (San Mateo, 16) vemos a Cristo que pregunta a Sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que soy Yo, el Hijo del Hombre?” La contestación nos descubre que aunque los judíos veían en El una persona superior, Moisés, Elías o alguno de los profetas, los discípulos eran incapaces de reconocer Su verdadero carácter. Ellos no podían ver el signo del Maestro, porque de otro modo no hubiesen necesitado ningún otro testimonio.

Cristo entonces se volvió hacia sus discípulos y les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?” Y de Pedro le vino la respuesta, llena de convicción y rápida que da en el blanco:

“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. Este había visto el signo del Maestro, y sabía de lo que hablaba, independientemente de fenómenos y circunstancias exteriores, como fue subrayado por Cristo cuando dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, mas mi Padre que está en los cielos.” En otras palabras, la percepción de esta gran verdad dependía de una calificación interior.

Lo que era y es esta calificación se desprende de estas palabras de Cristo: “Mas yo también te digo que tú eres Pedro (Petros, una roca), y sobre esta piedra (Petra) edificaré mi Iglesia.”
Cristo dijo respecto a la multitud de judíos materialistas: “Una generación mala y adulterina demanda señal, mas señal no le será dada, sino la señal de Jonás el profeta.” Y ha habido mucha discusión referente a este tópico entre los cristianos igualmente materialistas de los últimos tiempos. Algunos dicen que una vulgar ballena tragó al profeta y luego le echó sobre la playa. Entre las distintas Iglesias ha habido división de opiniones sobre este punto. Pero cuando consultamos los registros ocultos encontramos una interpretación que satisface al corazón sin violentar la mente.

Esta gran alegoría, como tantos otros mitos, está escrita en la película del firmamento, porque primero se puso en escena en el cielo antes de serlo en la tierra  y todavía vemos en el cielo estrellado “Jonás, la paloma” y “Cetus, la ballena”. Pero no vamos a ocuparnos tanto de la fase celestial como de su aplicación terrestre.

“Jonás”,  quiere  decir  paloma,  símbolo  reconocido  perfectamente  como  el  del Espíritu Santo. Durante los tres “días”, comprendiendo las revoluciones de Saturno, del Sol y de la Luna del Período de la Tierra, y las “noches” intermedias, el Espíritu Santo con todas las Jerarquías Creadoras obraba en la Gran Profundidad, perfeccionando las partes internas de la tierra y de los hombres, y separando el peso muerto de la Luna. Entonces la Tierra salió de su estado acuoso de desarrollo en la época central de la Atlántida, y así “Jonás”, el Espíritu de la Paloma”, llevó a cabo la salvación de la mayor parte de la humanidad.

Ni la tierra ni sus habitantes eran capaces de mantener su equilibrio en el espacio, y por esta razón el Cristo Cósmico empezó a trabajar con y sobre nosotros, y en el momento del bautismo descendió finalmente como una paloma (no en forma de una paloma, sino como tal paloma) sobre el hombre Jesús. Y lo mismo como Jonás, la paloma del Espíritu Santo, estuvo tres Días y tres Noches en el Gran Pez (la Tierra sumergida en agua), así, pues, al final de nuestro involucionario peregrinaje, la otra paloma, el Cristo, tiene que entrar en el corazón de la Tierra durante los revolucionarios tres Días y Noches venideros, para darnos el impulso que necesitamos en nuestra jornada evolutiva. Tiene que ayudarnos a eterizar la Tierra como preparación para el Período de Júpiter.

De este modo, en el momento de su bautismo, Jesús se convirtió en “un Hijo de la Paloma” y fue reconocido por otro “Simón Bar-Jonás”, (Simón, hijo de la Paloma). Al hacer este reconocimiento por el signo de la paloma, el Maestro llamó al otro “una roca”, una Piedra fundamental y le prometió las “Llaves del Cielo”. Estas no son palabras huecas ni promesas vagas, sino que en ellas hay envueltas distintas fases de desarrollo del alma a las que cada uno tiene que someterse si no ha pasado aún por ellas.

¿Qué es entonces el “signo de Jonás” que el Cristo llevó siempre consigo, visible para todos los que podían verlo más que “la casa del cielo”, con la cual San Pablo deseaba ser vestido: la casa del tesoro glorioso en la cual todos los actos nobles de muchas vidas brillan y lucen como perlas preciosas? Todos tenemos una pequeña “casa del cielo”. Jesús, santo  y  puro,  mucho  más  que  los  demás,  era  probablemente  de  un  aspecto  de  gran esplendor, pero ¡cuán indescriptiblemente más luminoso debe ser el vehículo del esplendor en el cual descendió el Cristo! Considerando esto, nos podremos hacer una idea de la “ceguera”  de  aquellos  que  pedían  “una  señal”.  Hasta  entre  Sus  mismos  discípulos  El hallaba la misma catarata espiritual.

“Enséñanos al Padre”, dijo Felipe, olvidándose de la mística Trinidad en la Unidad que hubiera debido ser obvia para él. Simón, sin embargo fue rápido para percibirle, porque, por medio de la alquimia espiritual había preparado esta petros o “piedra” filosofal que le daba derecho para poseer las “llaves del Reino”; una iniciación que permite al candidato el empleo de los poderes latentes evolucionados por el servicio.

Así, pues, vemos que estas “piedras” para el “templo construido sin manos”, sufren una evolución o proceso de preparación. En primer lugar tenemos la “petros”, el diamante en bruto, por así decirlo, tal como se encuentra en la naturaleza. Cuando se leen con el corazón tales versículos, como la primera Epístola a los Corintios, 10, 4: “Y todos bebieron de la misma bebida espiritual, porque bebieron de aquella roca espiritual (Petros) que les seguía, y esta Roca era Cristo”, arrojan mucha luz sobre el asunto. Gradualmente, muy lentamente, hemos sido impregnados con el agua de la vida que brotó de la Gran Roca. También hemos sido pulimentados como “lithoi zontes” (“piedras vivientes”) destinadas a ser unidas con aquella Piedra Grande que el Arquitecto hubo desdeñado; y cuando hayamos obrado debidamente hasta el final, recibiremos en el Reino la diadema más preciosa de todas, él “psiphon leuken” (la piedra blanca) con su Nombre Nuevo.

Hay tres pasos en la evolución de la “Piedra del Sabio”: Petros, la roca firme y dura; Lithon, la piedra pulida por el servicio y preparada para que se pueda escribir en ella; y psiphon leuken, la blanda piedra blanca que atrae hacia ella a todos los que son débiles y llevan una carga muy pesada. Hay muchas cosas ocultas en la naturaleza y composición de la piedra de cada uno de estos pasos que no pueden ser escritas; es preciso saber leer entre líneas.

Max Heindel- Enseñanzas de un Iniciado

Si esperamos edificar  el Templo  Viviente  con Cristo  en  el Reino,  haremos bien  en preparamos para tener  cabida  en él, y entonces  conoceremos al Maestro  y también  el Signo del Maestro.

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